lunes, 10 de diciembre de 2012

Capítulo 8: Una libreta de tapas amarillas


Las agujas del reloj de comisaría indicaban que era poco más de mediodía. Una docena de agentes sentados en tres filas de sillas con pala formaban la audiencia de la sala principal de reuniones. Entre ellos estaban el teniente Gary Hooke, tan serio como de costumbre, mirando atentamente el avance de las manecillas del reloj que colgaba sobre la pizarra blanca de la habitación; en la silla de al lado, el recién llegado Arthur Finn, que garabateaba en los folios que tenía delante, esperando impaciente a que comenzara la reunión; tras ellos, el policía de moda en la ciudad, Adam Legendre, cabizbajo, seguramente tratando de darle forma a toda la avalancha de pensamientos que retumbaban en su cabeza tras lo que había visto aquella mañana.
Tras un par de minutos se abrió la puerta de la sala. Por ella entró una mujer trajeada, con paso firme, tan extremadamente delgada que la piel de su cara parecía posarse directamente sobre el hueso. Llevaba unas gafas puntiagudas que parecían sacadas de otra época y melena corta, de un rubio probablemente teñido. Era bastante alta, y las arrugas en su rostro hacían ver que debía de tener más de cincuenta años. En la solapa de la chaqueta llevaba una chapa con su nombre y su cargo: Christine Gardner, Jefa.
–Buenas tardes –dijo al entrar en la sala. Pese a que la reunión estaba programada para las doce y llegaba más de diez minutos tarde, no tuvo ni una sola palabra de disculpa ni excusa alguna para su retraso. Dejó una carpeta sobre la mesa, conectó un pen drive en el ordenador y encendió el proyector–. Como supongo que ya saben, esta mañana nos hemos despertado con la noticia de un terrible asesinato en la ciudad –pulsó una tecla y en la pantalla del proyector apareció la imagen de Claire Greene en el callejón, con aquella enorme mancha de sangre en su abdomen–. La víctima es Claire Greene, treinta y tres años, periodista.
Al ver la imagen de su amiga, Adam se estremeció en la silla. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Agachó la cabeza para apartar la mirada de aquella horrible fotografía proyectada en la pantalla y se cubrió los ojos con la palma de la mano.
–Los primeros indicios nos hacen creer que la víctima murió a causa de las numerosas heridas en la parte baja de su abdomen –continuó Gardner– a causa de repetidos ataques con un arma blanca, probablemente un cuchillo o una navaja. No se encontró arma alguna en la escena del crimen, pero sí que se encontró un objeto que podría ser de nuestro interés: una pequeña libreta, parcialmente oculta bajo la víctima. En ella había una inscripción que decía, cito textualmente, «Has matado a Claire Greene. Huye». No sabemos qué finalidad tiene el mensaje, pero tras analizarla hemos hallado en ella las huellas dactilares del que a partir de ahora es nuestro principal sospechoso.
Gardner pulsó un botón en el teclado y la imagen proyectada cambió para mostrar una fotografía de Isaac, concretamente la de su permiso de conducción. Adam echó una leve mirada sin levantar del todo la cabeza, para después dar un profundo suspiro y frotarse los ojos con los pulgares.
–Isaac Burrows, treinta y cinco años, empleado del aeropuerto –Gardner hablaba con seguridad, como si hubiera dado aquel mismo discurso cientos de veces antes–. Podemos confirmar que la libreta encontrada en la escena del crimen pertenecía a este individuo, lo que lo relaciona directamente con el asesinato. Sabemos, gracias al teniente Hooke, que anoche fue visto con la señorita Greene. Además, por lo que hemos podido comprobar, hoy no ha acudido a su puesto de trabajo, ni tampoco se encuentra en su apartamento ni responde al teléfono. También…
–¿No se está precipitando demasiado? –interrumpió Arthur, ante la mirada sorprendida de sus compañeros–. Quiero decir, solo tenemos la libreta, ¿no? Quizá este tipo ni siquiera estuviera en la escena del crimen. Cualquiera podría haber soltado la libreta allí. Puede que sea de este tío, el tal Isaac, pero que alguien se la hubiera quitado y la hubiera dejado allí para incriminarle. Quizá alguien quería quitárselo de en medio. ¿Sabemos si la inscripción la hizo él? ¿Tenemos algún documento suyo para comparar la caligrafía? Creo que es demasiado pronto como para sospechar de él con tanta certeza.
Gardner rió.
–Para ser su primer día se le ve muy lanzado, agente Finn. Me gusta que mis chicos tengan iniciativa, pero la paciencia también es una cualidad que me interesa encontrar en ellos –dijo, al tiempo que le dirigía una mirada cómplice a Arthur–. Espero que lo tenga en cuenta la próxima vez, y espere al menos a que termine mi intervención. En respuesta a su pregunta, no, no sólo tenemos la libreta. Hay algo más. ¿Teniente Hooke? Es su turno.
Gary Hooke se puso en pie y se dirigió al resto de sus compañeros.
–Como ha comentado la jefa, anoche vi al sospechoso en el Thévenin, cenando en el restaurante, acompañado de la víctima. A mitad de la noche, ocurrió algo que me llamó la atención, algo que se salía de la normalidad. Pero creo que eso es algo que es mejor que veáis vosotros mismos. Los empleados del edificio nos han cedido los vídeos de las cámaras de seguridad del salón principal del restaurante.
Gary se acercó al ordenador y pulsó un par de teclas para que el proyector comenzase a mostrar el vídeo. En él se veía a Isaac y Claire cenando, a un par de mesas de distancia del propio Gary Hooke y su esposa Rose. De repente, sin que nadie supiese muy bien por qué, Isaac se levantó de la mesa y atravesó la sala a paso rápido hasta desaparecer de la pantalla. Gary paró el vídeo.
–Como habéis podido observar, en un momento de la noche el sospechoso abandonó su mesa y atravesó la sala casi corriendo, en dirección a los servicios –comentó Gary.
–¿Y qué prueba eso? Puede que tuviera un apretón –exclamó Arthur, provocando alguna tímida risa en la sala.
–Por favor, agente Finn, esto es algo serio –le espetó Christine Gardner–. Teniente Hooke, continúe.
–Bien, como decía, el sospechoso acudió corriendo a los servicios –dijo, mientras reanudaba la reproducción del vídeo–. A mi esposa le llamó la atención, así que como podréis ver ahora, me acerqué a los servicios para comprobar si el chico necesitaba algún tipo de ayuda –Gary le lanzó una mirada a Arthur antes de que hiciera ninguna broma–. No tenemos vídeo de los servicios, ya que no hay cámaras allí gracias a alguna de esas ridículas leyes sobre la privacidad, pero el caso es que encontré al chico sentado en un retrete, inconsciente. Despertó un par de minutos después, y parecía desorientado, me atrevería a decir que incluso drogado. Y cuando recobró el sentido, ¿adivináis qué fue lo primero que hizo? Leer algo de una libreta de tapas amarillas, idéntica a la encontrada en la escena del crimen.
La sala se llenó rápidamente de murmullos. Los policías conjeturaban posibles teorías, tratando de unir las piezas del puzzle. De repente, una voz se alzó sobre las demás.
–¿Podemos ver de nuevo el video?
Era Adam Legendre.
–Por supuesto –contestó Gary –. ¿A partir de dónde?
–Ponlo un par de segundos antes de que Isaac se levante de la mesa, quizá veamos algo útil.
Gary tardó apenas un instante en volver a poner el vídeo a partir de donde le había pedido Adam.
–¿El chico parece nervioso, no? –observó Arthur–. Miradle las manos y las piernas, tiembla tanto que parece estar tiritando.
–Es verdad –dijo Gary Hooke.
–Fijaos en el pecho. Se mueve demasiado, como si estuviese hiperventilando –comentó otro de los policías de la sala, un hombre pelirrojo que estaba sentado en la fila de atrás, en el extremo opuesto a Adam.
De repente, Isaac se levantó de la mesa y atravesó una vez más la sala del restaurante.
–No para de frotarse las manos mientras camina –señaló tímidamente uno de los presentes.
–Eso es otra señal de que estaba nervioso –dijo Arthur–. Probablemente le sudaran las manos.
–Quizá estaba nervioso porque estaba planeando cómo y cuándo matarla –el que hablaba era el pelirrojo–. Tal vez algo no estaba saliendo como lo tenía planeado.

-Eso es una gilipollez –protestó Arthur.
–No se está frotando las manos –intervino Adam–. Miradlo bien. ¿Puedes ponerlo de nuevo, Gary?
Gary Hooke volvió a poner el momento del vídeo en el que Isaac cruzaba la sala.
–Está… ¿escribiendo? –preguntó Christine Gardner.
–¡La libreta! –exclamó Gary–. No sé cómo no lo había visto antes.
–El muy hijo de puta está escribiendo algo en su libreta de tapas amarillas –dijo Arthur–. Ahí, mientras atraviesa corriendo el restaurante. No tiene ni pies ni cabeza.
–Qué cosa más extraña –exclamó otro de los policías.
–Bueno, el caso es que tenemos pruebas más que suficientes para relacionar al sospechoso, Isaac Burrows, con la libreta de tapas amarillas que se encontró en la escena del crimen. Tenemos sus huellas en ella, y con este vídeo queda demostrado que Burrows tenía la libreta encima la misma noche en la que ocurrió el crimen. Es suficiente, Gary. Gracias –sentenció Gardner.
Gary Hooke asintió con la cabeza y volvió a su asiento. La imagen del proyector volvió a mostrar la fotografía de Isaac y Christine Gardner continuó hablando.
–Bien, desde este mismo momento nuestra prioridad absoluta es encontrar el paradero de Isaac Burrows, por el momento nuestro único y principal sospechoso. Lo primero que haremos será registrar su apartamento, esta misma tarde. Quizá allí hallemos algo que nos pueda servir para averiguar hacia dónde se ha dirigido, alguna pista que nos permita seguirle. Creo que es el paso más lógico, ¿a alguien se le ocurre otra cosa?
–¿Su trabajo? –sugirió Arthur–. Podemos hablar con sus compañeros. A lo mejor alguno sabe adónde ha podido ir, quizá Burrows le contó sus planes a alguien.
–¡Me gusta este chico! –contestó Gardner, señalando a Arthur–. Muy bien, agente Finn, me parece una buena idea. Mañana le quiero en el aeropuerto junto a sus compañeros. Espero que me traiga algo bueno de allí –dijo, con una sonrisa pícara.
–No dude que lo intentaré –contestó Arthur, guiñando un ojo.
Christine Gardner sonrió y continuó hablando.
–De acuerdo. Entonces tenemos dos lugares por donde empezar: la casa del sospechoso y su lugar de trabajo, el aeropuerto. El plan es registrar la casa esta misma tarde y acudir al aeropuerto mañana para interrogar a sus compañeros. ¿Alguna otra sugerencia?
Nadie en la sala dijo nada. Gary Hooke carraspeó, como intentando que Christine Gardner recordara algo.
–Ah, sí. Casi me olvidaba. –dijo Gardner–. Agente Legendre, ¿es cierto que conoce al sospechoso?
Adam levantó la cabeza. Había estado toda la reunión cabizbajo, sujetándose la frente con la mano, recorriendo con la mirada las vetas de la madera de la pala de su silla mientras los pensamientos le inundaban la mente.
–Sí. Conozco a Isaac.
–¿Cómo de bien lo conoce, Adam?
–Conozco a Isaac de toda la vida.
–¿Y cuál es su opinión acerca de todo esto? –preguntó Gardner, mientras caminaba en dirección a Adam y apoyaba la mano en la pala de su silla.
–¿La verdad? No creo que Isaac haya hecho esto.
–Bien. Pues verá, agente Legendre, creo que hay otra cosa que podemos hacer. Tenemos que interrogar a la única persona involucrada en todo esto a la que tenemos acceso. Y creo que para eso usted va a ser importante.
–¿Qué persona? ¿A quién tengo que interrogar?
–No me entiende, Adam. Usted no tiene que interrogar a nadie. Somos nosotros los que tenemos que interrogarle a usted.

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