Adam Legendre corría. No recordaba cómo había llegado
hasta allí, pero estaba corriendo. La noche era cerrada, negra como la parte
más profunda de una cueva. La lluvia pesada caía sobre sus hombros. El agua
caía tan espesa que parecía formar una cortina, impidiéndole ver lo que había
cinco metros por delante suya. Pero él seguía corriendo, sin rumbo fijo. A lo
lejos, entre la lluvia, vislumbró una luz. Era una luz pequeña, que se
balanceaba de un lado a otro. Quizá una linterna o alguna especie de candil.
Decidió seguirla.
A medida que avanzaba la lluvia se tornaba más
fuerte. Aparecieron los primeros relámpagos en el cielo. La tormenta era
brutal. Pero él continuaba corriendo sin descanso. Notaba los pulmones, dentro
de su pecho, pidiéndole más aire. Notaba su pulso, a una frecuencia tan alta
que hacía que todo el cuerpo le vibrase. Pero él no paraba de correr. De
repente explotó un trueno, tan fuerte que parecía una bomba, con un resplandor
tan intenso que le cegó.
Conforme iba recuperando la visión descubrió que la
lluvia había amainado. Las gotas de agua seguían cayendo, pero con una
intensidad mucho menor. Delante de él, desafiando a la oscuridad, un hombre sostenía
a la altura de la cintura un viejo candil de aceite. La lámpara no iluminaba lo
suficiente para que alcanzase a verle la cara, pero tenía la sensación de que
lo conocía.
–Ha llegado el momento, Adam –dijo el hombre del
candil.
–¿Quién eres?
–Lo sabes bien.
Poco a poco el ruido de la tormenta iba dejando
paso al ruido del mar. Olas rompiendo con violencia. El olor a sal también
impregnaba cada vez con más fuerza el ambiente.
El
hombre del candil alzó la mano con la que sujetaba la lámpara, poniéndosela
justo delante del rostro. La luz que emitía se hizo más intensa, impidiendo a
Adam ver lo que había detrás.
–¿Quién
eres? –repitió Adam.
–Después
de todo este tiempo, ¿aún no puedes reconocerme? –el hombre del candil hablaba
de forma pausada, casi susurrando. Todo lo contrario que Adam, que cada vez
parecía más nervioso.
–¡Dime
quién eres! –gritó Adam. Las palabras surgieron de su boca con tanta fuerza que
parecían salir de lo más profundo de su estómago.
El
hombre arrojó el candil al suelo. Estalló, y el aceite que contenía se expandió
por el suelo y ardió. Las altas llamas trazaron una línea perfecta entre Adam y
el otro hombre. En ese momento Adam lo reconoció.
–¡TÚ!
¡Es imposible! –gritó.
–¿Por
qué es imposible, Adam?
–Vi
como morías.
–¿Seguro?
Las
llamas cobraron más fuerza, iluminando todo alrededor de Adam. Entonces todo
cobró sentido. Estaba de nuevo allí. El acantilado.
–Es
imposible. ¡Imposible! Fue aquí mismo. ¡Aquí es dónde te maté!
Aquel
hombre sonrió. Su hilera de dientes blancos brillaba en la oscuridad de su
rostro como la luna en la noche. Sin decir una palabra, se dejó caer hacia
atrás, siendo engullido por el acantilado.
–¡NO!
–gritó Adam. Las llamas se apagaron, dejándolo todo de nuevo en una oscuridad
cada absoluta. Adam corrió hacia el borde del precipicio. Se lanzó al suelo y
asomó la cabeza hacia el abismo. Allí, cincuenta metros bajo él, las rocas
puntiagudas sobresalían del mar, donde las olas rompían con violencia, como una
manada de lobos abalanzándose sobre su presa. No había ni rastro del hombre del
candil.
De
repente, la marea bajó, dejando a la vista un pequeño rellano de arena blanca
justo en la falda del acantilado.
–Es
imposible –dijo Adam, con los ojos como platos –. ¡Imposible!
Allí
abajo, de pie en la arena, estaba el hombre del candil, que lo saludó
llevándose la mano a la cabeza. Un instante después, las olas volvieron a
cubrir la arena, llevándoselo con ellas. Adam escucho una voz tras él, a lo
lejos.
–¡Adam!
¡Adam!
Era Gary Hooke. Venía hacia él, cojeando ostensiblemente.
La sangre le brotaba de una herida en el muslo de la pierna izquierda.
Adam
se incorporó y se acercó a Gary, corriendo torpemente.
–¡Gary!
¡Es imposible!
–No
te preocupes, Adam. Todo ha terminado.
Gary
puso una mano sobre el hombro de Adam. Éste cerró los ojos y, cuando los volvió
a abrir, estaba en otro lugar.
Era
de día. El sol brillaba en el cielo, donde no había ni una sola nube. Adam
estaba en un balcón. A su derecha estaba el alcalde, Bob Henderson, un tipo
rechoncho con un peinado de cortinilla que disimulaba pobremente su asentada
calvicie. A su izquierda, Gary Hooke, con un aparatoso vendaje en la pierna
izquierda, ayudándose de un bastón para conservar el equilibrio. Frente a
ellos, la multitud aclamaba a Adam. ¡Legendre!
¡Legendre! ¡Legendre!
–Como alcalde de la ciudad, es un honor para
mí entregar esta condecoración al agente Adam Legendre, por su excelente labor
policial al detener al peor asesino que recuerda esta ciudad –recitaba el
alcalde, mientras mostraba a la excitada audiencia una medalla que sostenía con
ambas manos.
Adam
miraba al público. Todos parecían estar encantados con él. La gente aplaudía y
vitoreaba su nombre con entusiasmo. Había niños subidos a hombros de sus abuelos,
parejas de enamorados, adolescentes con pancartas mostrando mensajes que le
daban las gracias.
Entonces
lo vio. Allí, entre la multitud. Vestido de negro. Solo. Era él. El hombre del
candil. Sostenía un pequeño cartel con ambas manos, del tamaño de una
cartulina, a la altura del pecho. Tenía escrita una sola palabra, en el centro,
con grandes letras rojas. Mentira.
Adam
se quedó petrificado. Era imposible. Él mismo vio a aquel tipo arrojarse por el
acantilado. Con sus propios ojos. Nadie podía sobrevivir a una caída desde
tanta altura. Menos aún contando con que las piedras al fondo del acantilado
estaban afiladas como cuchillas. Aquel tipo no podía estar allí. No era
posible.
–Por
tanto, hago entrega del Águila de Oro al agente Legendre, en reconocimiento a
su trabajo –seguía recitando el alcalde, que colocó la medalla en el pecho de
Adam.
En
ese mismo momento, Adam escuchó un pitido ensordecedor. Como una alarma. Pi pi pi pi. El sonido parecía provenir
de todas partes, y cada vez sonaba con más fuerza. Pi pi pi pi. Adam miró a su alrededor, buscando la fuente de la que
provenía. Pi pi pi pi.
–Es
para ti –le dijo Gary, mientras le extendía un teléfono móvil. Adam se acercó
al auricular.
–¿Diga?
Un
susurro se oyó al otro lado de la línea. Una sola frase. Casi imperceptible,
pero con tanto significado para él. Todo
es mentira.
–¡Adam!
¡Adam!
Adam
abrió los ojos. Estaba en su cama. Todo había sido un mal sueño.
–¡Adam!
–la que le hablaba era Emma, su esposa, que estaba tumbada junto a él –. El
teléfono lleva sonando un buen rato.
Adam
se restregó los ojos con los nudillos y echó una ojeada al reloj. Eran las
siete de la mañana. Soltó un largo bostezo y cogió el teléfono.
–¿Diga?
La
conversación no duró más de veinte segundos.
–¿Quién
era? –preguntó Emma, que continuaba acostada, de espaldas a Adam, rodeando la
almohada con sus brazos.
–Gary
Hooke –contestó Adam, sin ningún tipo de emoción en la voz.
Emma
se giró en la cama y se volvió hacia él.
–¿Qué
quería? –preguntó.
–Han
matado a Claire Greene.
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