sábado, 24 de noviembre de 2012

Capítulo 6: Déjà vu


Adam Legendre corría. No recordaba cómo había llegado hasta allí, pero estaba corriendo. La noche era cerrada, negra como la parte más profunda de una cueva. La lluvia pesada caía sobre sus hombros. El agua caía tan espesa que parecía formar una cortina, impidiéndole ver lo que había cinco metros por delante suya. Pero él seguía corriendo, sin rumbo fijo. A lo lejos, entre la lluvia, vislumbró una luz. Era una luz pequeña, que se balanceaba de un lado a otro. Quizá una linterna o alguna especie de candil. Decidió seguirla.

A medida que avanzaba la lluvia se tornaba más fuerte. Aparecieron los primeros relámpagos en el cielo. La tormenta era brutal. Pero él continuaba corriendo sin descanso. Notaba los pulmones, dentro de su pecho, pidiéndole más aire. Notaba su pulso, a una frecuencia tan alta que hacía que todo el cuerpo le vibrase. Pero él no paraba de correr. De repente explotó un trueno, tan fuerte que parecía una bomba, con un resplandor tan intenso que le cegó.

Conforme iba recuperando la visión descubrió que la lluvia había amainado. Las gotas de agua seguían cayendo, pero con una intensidad mucho menor. Delante de él, desafiando a la oscuridad, un hombre sostenía a la altura de la cintura un viejo candil de aceite. La lámpara no iluminaba lo suficiente para que alcanzase a verle la cara, pero tenía la sensación de que lo conocía.

–Ha llegado el momento, Adam ­–dijo el hombre del candil.
–¿Quién eres?
–Lo sabes bien.

Poco a poco el ruido de la tormenta iba dejando paso al ruido del mar. Olas rompiendo con violencia. El olor a sal también impregnaba cada vez con más fuerza el ambiente.  
El hombre del candil alzó la mano con la que sujetaba la lámpara, poniéndosela justo delante del rostro. La luz que emitía se hizo más intensa, impidiendo a Adam ver lo que había detrás.

–¿Quién eres? –repitió Adam.
–Después de todo este tiempo, ¿aún no puedes reconocerme? –el hombre del candil hablaba de forma pausada, casi susurrando. Todo lo contrario que Adam, que cada vez parecía más nervioso.
–¡Dime quién eres! –gritó Adam. Las palabras surgieron de su boca con tanta fuerza que parecían salir de lo más profundo de su estómago.

El hombre arrojó el candil al suelo. Estalló, y el aceite que contenía se expandió por el suelo y ardió. Las altas llamas trazaron una línea perfecta entre Adam y el otro hombre. En ese momento Adam lo reconoció.
–¡TÚ! ¡Es imposible! –gritó.
–¿Por qué es imposible, Adam?
–Vi como morías.
–¿Seguro?

Las llamas cobraron más fuerza, iluminando todo alrededor de Adam. Entonces todo cobró sentido. Estaba de nuevo allí. El acantilado.
–Es imposible. ¡Imposible! Fue aquí mismo. ¡Aquí es dónde te maté!
Aquel hombre sonrió. Su hilera de dientes blancos brillaba en la oscuridad de su rostro como la luna en la noche. Sin decir una palabra, se dejó caer hacia atrás, siendo engullido por el acantilado.
–¡NO! –gritó Adam. Las llamas se apagaron, dejándolo todo de nuevo en una oscuridad cada absoluta. Adam corrió hacia el borde del precipicio. Se lanzó al suelo y asomó la cabeza hacia el abismo. Allí, cincuenta metros bajo él, las rocas puntiagudas sobresalían del mar, donde las olas rompían con violencia, como una manada de lobos abalanzándose sobre su presa. No había ni rastro del hombre del candil.

De repente, la marea bajó, dejando a la vista un pequeño rellano de arena blanca justo en la falda del acantilado.
–Es imposible –dijo Adam, con los ojos como platos –. ¡Imposible!
Allí abajo, de pie en la arena, estaba el hombre del candil, que lo saludó llevándose la mano a la cabeza. Un instante después, las olas volvieron a cubrir la arena, llevándoselo con ellas. Adam escucho una voz tras él, a lo lejos.
–¡Adam! ¡Adam!
   Era Gary Hooke. Venía hacia él, cojeando ostensiblemente. La sangre le brotaba de una herida en el muslo de la pierna izquierda.
Adam se incorporó y se acercó a Gary, corriendo torpemente.
–¡Gary! ¡Es imposible!
–No te preocupes, Adam. Todo ha terminado.
Gary puso una mano sobre el hombro de Adam. Éste cerró los ojos y, cuando los volvió a abrir, estaba en otro lugar.

Era de día. El sol brillaba en el cielo, donde no había ni una sola nube. Adam estaba en un balcón. A su derecha estaba el alcalde, Bob Henderson, un tipo rechoncho con un peinado de cortinilla que disimulaba pobremente su asentada calvicie. A su izquierda, Gary Hooke, con un aparatoso vendaje en la pierna izquierda, ayudándose de un bastón para conservar el equilibrio. Frente a ellos, la multitud aclamaba a Adam. ¡Legendre! ¡Legendre! ¡Legendre!
  –Como alcalde de la ciudad, es un honor para mí entregar esta condecoración al agente Adam Legendre, por su excelente labor policial al detener al peor asesino que recuerda esta ciudad –recitaba el alcalde, mientras mostraba a la excitada audiencia una medalla que sostenía con ambas manos.

Adam miraba al público. Todos parecían estar encantados con él. La gente aplaudía y vitoreaba su nombre con entusiasmo. Había niños subidos a hombros de sus abuelos, parejas de enamorados, adolescentes con pancartas mostrando mensajes que le daban las gracias.
Entonces lo vio. Allí, entre la multitud. Vestido de negro. Solo. Era él. El hombre del candil. Sostenía un pequeño cartel con ambas manos, del tamaño de una cartulina, a la altura del pecho. Tenía escrita una sola palabra, en el centro, con grandes letras rojas. Mentira.

Adam se quedó petrificado. Era imposible. Él mismo vio a aquel tipo arrojarse por el acantilado. Con sus propios ojos. Nadie podía sobrevivir a una caída desde tanta altura. Menos aún contando con que las piedras al fondo del acantilado estaban afiladas como cuchillas. Aquel tipo no podía estar allí. No era posible.
–Por tanto, hago entrega del Águila de Oro al agente Legendre, en reconocimiento a su trabajo –seguía recitando el alcalde, que colocó la medalla en el pecho de Adam.
En ese mismo momento, Adam escuchó un pitido ensordecedor. Como una alarma. Pi pi pi pi. El sonido parecía provenir de todas partes, y cada vez sonaba con más fuerza. Pi pi pi pi. Adam miró a su alrededor, buscando la fuente de la que provenía. Pi pi pi pi.
–Es para ti –le dijo Gary, mientras le extendía un teléfono móvil. Adam se acercó al auricular.
–¿Diga?
Un susurro se oyó al otro lado de la línea. Una sola frase. Casi imperceptible, pero con tanto significado para él. Todo es mentira.

–¡Adam! ¡Adam!
Adam abrió los ojos. Estaba en su cama. Todo había sido un mal sueño.
–¡Adam! –la que le hablaba era Emma, su esposa, que estaba tumbada junto a él –. El teléfono lleva sonando un buen rato.
Adam se restregó los ojos con los nudillos y echó una ojeada al reloj. Eran las siete de la mañana. Soltó un largo bostezo y cogió el teléfono.
–¿Diga?
La conversación no duró más de veinte segundos.
–¿Quién era? –preguntó Emma, que continuaba acostada, de espaldas a Adam, rodeando la almohada con sus brazos.
–Gary Hooke –contestó Adam, sin ningún tipo de emoción en la voz.
Emma se giró en la cama y se volvió hacia él.
–¿Qué quería? –preguntó.
–Han matado a Claire Greene. 

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