El ritmo en las calles era frenético. Mas aún allí,
en plena Ocean Avenue, en el mismo centro de la ciudad, donde nadie paraba ni
siquiera un segundo. La multitud iba y venía, sin rumbo fijo, caminando hacia
ninguna parte a lo largo de la interminable avenida, que discurría paralela a
la costa. A un lado, las olas del mar acariciaban suavemente la arena al
romper; al otro, decenas de edificios gigantescos parecían desafiar a la
naturaleza con su imponente altura. El Thévenin era el más alto de todos ellos.
Aquella bestia de acero, ladrillo y cristal se extendía hasta casi tocar el cielo.
Tenía una estructura peculiar: hasta el piso 37 sus aristas permanecían rectas,
invariables, haciendo que el edificio luciera como un prisma rectangular, como
una caja de zapatos. A partir de ahí las aristas se retorcían, curvando cada vez más la silueta del rascacielos. Esta estructura tan característica se
había convertido en todo un icono. No era de extrañar ver tiendas de souvenirs repletas de llaveros y
camisetas con aquella figura junto al nombre de la ciudad, a modo de recuerdo
para turistas.
Isaac permanecía parado en mitad de la calle,
frente a la puerta principal del Thévenin, mirando hacia arriba. Había visto
aquel edificio cientos de veces, pero nunca podía evitar pasarse al menos un
instante contemplándolo cada vez que lo veía. Le maravillaba. Y nunca había
entrado. Era curioso verlo allí, rodeado por la multitud que avanzaba con
prisas, quieto y firme en mitad de la calle, casi como si estuviera resistiendo
para que aquella marea humana de su alrededor no le arrastrase, mientras se
mantenía quieto, con la mirada fija en las pequeñas nubes que jugueteaban con
la cima de aquel edificio. Tras un par de segundos y un largo suspiro, avanzó
hacia la entrada.
La puerta principal era ostentosa, como casi todo
allí dentro. La entrada estaba custodiada por dos hojas de verja dorada, con
finísimos barrotes verticales en cada una de ellas, y un amplio marco con
grabados en relieve. Era tan brillante que en la ciudad corría el rumor de que
la puerta estaba hecha de oro macizo, y que con lo que costaba se podía
construir un edificio de treinta plantas. Justo delante de ella había un
hombre, vestido con pantalón negro y camisa de color burdeos, tras
un pequeño atril de madera oscura con el emblema del Thévenin, una enorme T dorada
de diseño gótico, en el centro.
–Buenas noches –saludó a Isaac cuando éste se
acercó a la puerta–. ¿Puedo ayudarle en algo?
–Tengo reserva en el restaurante. A nombre de Isaac
Burrows. Mesa para dos.
–Un momento, por favor –dijo el hombre mientras sacaba
una tablilla con hojas de debajo del atril.
El hombre de la puerta comenzó a deslizar el dedo a
lo largo del papel de la tablilla, se lo lamió y pasó de página un par de
veces.
–Bucker, Budden, Bulinski, Burdock, Burr… –recitaba
en voz alta–. Ah, aquí está. Burrows, Isaac. Reserva con fecha de hoy. Todo
correcto. Disculpe las molestias, señor. Adelante.
–¿Sabe si ha llegado ya mi acompañante?
–No tengo constancia de ello, señor.
El hombre de la puerta compuso su mejor sonrisa e
hizo un amplio ademán con las manos, invitándole a pasar hacia el interior del
edificio. Isaac avanzó para entrar en el Thévenin.
Frente a él, tras la puerta dorada, se alzaba una
elegante escalinata de mármol que ascendía por ambos lados de una estatua de un
ángel con las alas desplegadas, de más de dos metros de altura, que sostenía
una espada sobre su cabeza en una pose amenazante. La piedra esculpida simulaba
la túnica del ángel ondeando al viento, al igual que su media melena, y sus
ojos inyectados de furia estaban enfocados en aquel que entrara por la puerta.
Era una imagen impactante, y lo primero que Isaac pensó al verla fue que
aquella escultura podría ser una de las piezas destacadas en cualquiera de los numerosos
museos de la ciudad y sin embargo estaba allí, escondida en el interior del Thévenin. Al fondo, en el pequeño rellano que había al final de la
escalera, unas amplias puertas de madera de roble, oscuras como una noche sin
luna, daban acceso a la sala principal. Isaac avanzó hacia ellas, lentamente,
casi sin creerse que realmente pudiera estar allí, fijándose hasta en el más
nimio detalle de la sala, saboreando el momento, permanentemente boquiabierto.
Pero si aquello ya le pareció impresionante, la sala
principal simplemente lo dejó sin palabras. La cálida iluminación inundaba la
estancia de una forma tan natural que parecía que allí dentro era de día. El
ambiente era fresco y en el aire flotaba un olor muy agradable, parecido al que
desprende la buena madera. En el centro de aquel amplísimo salón había un
mostrador redondo de piedra oscura y brillante, que servía como recepción para
la parte del edificio que funcionaba como hotel, además de punto de información
para los visitantes al edificio. En su interior había cuatro empleados, tres
chicas y un chico, ataviados con camisa blanca y chaleco burdeos. Al fondo, una
cristalera dejaba entrever el verde de un esplendoroso jardín interior. Por
todo el perímetro se repartían bancos de mármol blanco revestidos con cómodos
cojines de color rojo oscuro. El suelo desprendía un brillo nítido como el agua
de un lago, y a Isaac le sorprendió que casi podía ver su reflejo si miraba
hacia sus pies. Pero lo más impresionante, sin lugar a dudas, lo encontró al mirar hacia arriba. La
sala estaba coronada por una majestuosa cúpula, con unos grabados dorados que
la recorrían de punta a punta, formando unos patrones que se perdían entre un sinfín de pinturas al fresco que mostraban, continuando con la temática de
la escultura de la entrada, un ejército de ángeles en medio de una batalla.
Isaac pasó varios minutos recorriendo aquella
bóveda con la mirada, siguiendo con atención los patrones dorados, recreándose
en las fantasiosas escenas bélicas que en ella se retrataban, completamente
atrapado.
–Veo que te interesa mucho el arte.
Aquellas palabras que provenían de su espalda le
sacaron del trance en el que estaba. Se giró, y entonces la vio. Era ella.
Sin palabras me dejas a mí! vaya forma de escribir...
ResponderEliminarSaludos